Deseos en competencia

DESAFIANTES
(2024, Challengers; dir. Luca Guadagnino)

Algunas características de Llámame por tu nombre (2017) –el film de Guadagnino más premiado y comentado, aunque hizo otros antes y después– reaparecen en esta historia de una ascendente tenista y dos amigos envueltos en dudas, deseos, ambiciones, ansias competitivas, oscilante honestidad y sentimientos varios, generando chispazos de tensión sexual y adrenalina deportiva. Como en aquel film, aquí también el innegable encanto de personajes y amoríos juveniles, canciones, ocasionales bailes, diálogos capciosos y cierto desprejuicio o frescura para abordar ambigüedades sexuales se articulan con imágenes, poses y astucias del guion que se perciben algo forzadas en procura de un film placentero tanto como complaciente, seductor y liviano.
En Desafiantes, los vértices del triángulo amoroso son dos jóvenes comunicativos que generan empatía (Mike Faist, visto en la Amor sin barreras de Steven Spielberg, y Josh O’Connor, el protagonista de sonrisa entradora de La quimera, de Alice Rohrwacher, exhibida el año pasado en el Festival de Mar del Plata) y la chica que se enreda con ellos, enérgica y decidida (Zendaya, de las dos Duna de Denis Villeneuve, no muy carismática pero idónea como actriz). El film logra que estemos atentos a sus pasos, yendo y viniendo en el tiempo, sabiendo que la manera en que se relacionan puede cambiar de un momento a otro.
La sensualidad no es tanta (aunque Guadagnino claramente la estimula en secuencias como la de Zendaya bailando con actitud sexy, o mostrando a Faist y O’Connor en un sauna o comiendo churros) y el resultado es desparejo. El uso de la música, por ejemplo, y la atención puesta en los detalles, permiten que director y actores se luzcan en el segmento de una conversación de noche frente al mar o en la escena de crisis de una pareja (recurriendo en esta ocasión a una única canción en español, que no espoilearemos aquí). La escena de ella tomando conciencia de que tal vez no pueda volver a jugar, o la de uno de los jóvenes acurrucado junto a su pequeña hija, buscan legítimamente la emoción de los espectadores. Mientras tanto, siguiéndole el ritmo al vivaz trío, la película descuida los personajes de esa niña y de su abuela, que parecen adornos, e invade innecesariamente con música varios tramos.
En los últimos minutos, Guadagnino juega con el suspenso administrando breves gestos, movimientos ralentizados, planos detalle, miradas y sonrisas que parecen señales de lo que está sucediendo o por suceder, fluctuando –otra vez– entre una edición y una musicalización incitantes y cierto empalagamiento cool, propio del lenguaje publicitario.

Fernando G. Varea

Películas argentinas comentadas con pasión

LAS BATALLAS INFINITAS – CINE ARGENTINO (1929/1989)
(Varios autores, 2023)

Hubo un tiempo en que los libros de cine argentino eran pocos, muy buscados y leídos. En los últimos años fueron publicándose varios pero suelen ser ignorados por los medios de comunicación y las revistas digitales especializadas: mucho han cambiado los hábitos y el cine mismo (no tanto los libros como medios de divulgación cultural) y, a veces, el entusiasmo por nuestro cine parece agotarse en eventos (festivales, estrenos propios o de amigos) y debates entre colegas, quedando las reseñas atentas de muchas obras tal vez para alguna clase o monografía.
Hacerse la crítica –sitio que fue cambiando de dirección editorial desde sus comienzos– sumó el año pasado uno nuevo, con un hermoso diseño de tapa y apasionamiento detrás de una buena cantidad de textos relativamente breves. En la introducción se aclara que primó lo lúdico antes que lo académico, así como en el prólogo el gran Fernando Martín Peña recuerda cómo los prejuicios pueden llevarnos a desdeñar películas valiosas de directores de oscilante prestigio. Esto se manifiesta en Las batallas infinitas por los films elegidos para escribir, combinándose auténticos clásicos con otros excluidos de los ensayos habituales. Podría usarse la ilustración de la tapa para afirmar que los autores recorren algunas calles conocidas pero también se desvían por cortadas y pasajes menos transitados. Algo indudablemente meritorio, aunque hubiera sido mejor –más allá del ordenamiento en tres capítulos– un hilo conductor entre los textos. La mirada positiva es una muestra más de que prevaleció el placer de escribir sobre películas preferidas (por una u otra razón), permitiéndose, de todos modos, ocasionales consideraciones desaprobatorias al referirse a aspectos puntuales de las mismas o al tratamiento que recibieron de la crítica especializada.
Los autores son veinticinco, algunos conocidos por quienes frecuentamos este tipo de publicaciones y otros no (lamentablemente no se han agregado referencias profesionales de todos ellos).
El primer artículo es el único sobre el cine silente y fue escrito por Lucio Mafud, investigador reconocido después de haber abordado este período en un par de libros. Aporta aclaraciones valiosas respecto a Las aventuras de Pancho Talero (1928/29, Lanteri) y suma a su texto una breve bibliografía. Eduardo Rojas (uno de los ex El Amante que, desde hace un tiempo, escriben para Hacerse la Crítica) se centra en dos cautivantes obras del período de los estudios: La vuelta al nido (1938, Torres Ríos) y El muerto falta a la cita (1944, Chenal), aventurando en ambos casos ciertos conceptos (sobre el declive del costumbrismo en nuestro cine y sobre la relación del personaje de Sebastián Chiola en el film de Chenal con el incipiente peronismo) que estimulan saludablemente la discusión. Constanza Grela se ocupa de Cándida (1939, Bayón Herrera), a la que denomina “heroína cómica”, y de la lucidez de su creadora Niní Marshall para los juegos lexicales y la gesticulación singular, mientras que Paula Vázquez Prieto (periodista en La Nación, el suplemento Radar de Página/12 y otros medios) vincula la notable Isabelita (1940, Romero) con Frank Capra y la Guerra Mundial, ensalzando ese “mundo propio, con ritmo de tango y aroma a muzzarella” que el film sabe crear, ayudado por la gracia de Paulina Singerman.
Carlos Adrián Muoyo, periodista y director de la Biblioteca en el INCAA/ENERC, vuelca su pasión por la cultura del tango escribiendo sobre Yo no elegí mi vida (1949, Momplet) y El último payador (1950, Manzi/Pappier), buena oportunidad para detenerse en la personalidad de Homero Manzi. El tercer film del que se ocupa es más cercano en el tiempo pero, además de contar con música del Tata Cedrón, respira tango por su apesadumbrado clima urbano: Tute cabrero (1968, Jusid). Las sentidas palabras de Muoyo sobre el rescate que hace esta película de la Costanera Sur me recuerdan lo que, en su momento, escribió Jorge Miguel Couselo sobre cómo ese mismo espacio aparece en Crecer de golpe (1976, según puede leerse en el libro dedicado a Sergio Renán de la colección Directores del cine argentino, 1993). A su texto sobre la película de Jusid le agrega varias citas y un hermoso cierre.
José Luis Visconti (autor de El peligro está en los vivos – Representaciones y omisiones en el cine argentino 1976/1983) relaciona atinadamente elementos de Pajarito Gómez (1965, Kuhn) con el cine de Enrique Carreras y los satíricos antecedentes de El negoción (1959, Feldman) y La herencia (1963, Alventosa). Escribe además sobre El fantástico mundo de la María Montiel (1977, Jury), aquella película pensada para la niña Andrea del Boca que finalmente protagonizó Juanita Lara, cuyas acciones parecen detenidas en un tiempo indefinido (lo que beneficia su tono de fábula al mismo tiempo que puede verse como una forma de autocensura en tiempos de dictadura).
El docente y periodista Luis Franc aborda Apenas un delincuente (1949, Fregonese) y dos films del grupo Cine Liberación: El camino hacia la muerte del viejo Reales (1968/71, Vallejo), que –reconoce– podría haber sido concebido hoy, y Los hijos de Fierro (1972/75, Solanas). Gerardo Martínez reseña tres películas de gran riqueza, muy diferentes entre sí: Kilómetro 111 (1938, Soffici), La Quintrala (1954, del Carril) y Circe (1964, Antín), reparando en entrelíneas que reivindican el rol de las mujeres (con un desliz al reemplazar la palabra mejilla por cachete). Carla Leonardi salva de cierto desdén crítico de la época a La que no perdonó (1935, José A. Ferreyra), título que bien podría servir para acercarse al personaje principal de la otra película de la que se ocupa, Señora de nadie (1981/82, Bemberg). Romina Quevedo analiza la capacidad de Madreselva (1938, Amadori) para hacernos disfrutar de lo que se ofrece claramente como representación o entretenimiento melodramático, la de Malambo (1942, de Zavalía) para unir creencias cristianas y mitologías autóctonas a un carácter fabulesco y –arriesga– subversivo para la época, y de la olvidada El grito de Celina (1975, David) para aludir indirectamente a los años en los que se gestó (a este último texto puede objetársele un párrafo final algo confuso y agregar el dato cierto del estreno comercial del film en 1983). Ignacio Verguilla describe con calidad dos películas de los años ’40: Safo, historia de una pasión (1943, Christensen, encontrando en el estilo de su director rastros de Jacques Tourner), y La danza de la fortuna (1944, Bayón Herrera, con su dominio del timing por encima de burlas por defectos físicos habituales en esos años políticamente incorrectos).
Pablo Ventura se dedica a Vidalita (1949, Saslavasky), comedia con vocación de musical de la que destaca su movimiento constante y alusiones avanzadas para la época, y Rosaura a las diez (1958, Soffici), mereciéndole razonablemente atención las presencias de Susana Campos y María Concepción César. Juan Pablo Susel encuentra virtudes en Dios se lo pague (1948, Amadori), comenzando con un recuerdo ligado a su infancia. Hernán Gómez se entusiasma con El hincha (1951, Romero) “una suerte de unipersonal de Discépolo”, coherente con la visión política del inolvidable músico y dramaturgo. Diego Baridó desemenuza las características de la obra de Schlieper a través de Arroz con leche (1950) y desliza apuntes interesantes en torno a La casa del ángel (1956, Torre Nilsson), como que “Ana (Elsa Daniel) sobre todo mira y mira sobre todo”, advirtiendo incluso puntos de contacto con el presente.
Ignacio Izaguirre explora el retrato social que propone La barra de la esquina (1950, Saraceni) y defiende Esperando la carroza (1985, Doria) comparándola con una fiesta con excesos, cuestionando a los que la critican por lo que llama «sobreanálisis moral» (a Baridó podría señalársele que dicha «fiesta» incluye situaciones de crueldad y desesperación, que solo podrían resultar divertidas si no se es parte de las mismas, y que la frase “una buena fiesta se tiene que poder bancar un muerto” suena extraña, si no desafortunada). Marcela Ojea siente que Deshonra (1952, Tinayre) equivale a un laberinto –incluso en términos estéticos– y se pregunta qué sería deshonroso para las mujeres de ese tiempo; Amorina (1961, del Carril), a su vez, le permite comentar rasgos del melodrama. Gabriela López Zubiría analiza cómo en la adaptación de La bestia debe morir (1952, Viñoly Barreto) lo policial va virando a lo moral y cómo Procesado 1040 (1958, Cavallotti) podía asumir con valentía un tema ríspido que puede tener vinculaciones con la actualidad. Pedro Berardi abre su texto con una cita de Martin Scorsese sobre el Cine B para desarrollar sus impresiones sobre la incitante No abras nunca esa puerta (1952, Christensen), al tiempo que encuentra en Dar la cara (1962, Martínez Suárez) una lúcida visión del Buenos Aires de comienzos de los ’60.
El escrito de Soledad Bianchi sobre Shunko (1960, Murúa) es muy justo, valorando su visión del mundo de la enseñanza y reparando en un flashback revelador y diálogos emotivos; en otro, compara provechosamente The players vs. Ángeles caídos (1969, Fischerman) con films de esos años. Gastón Molayoli escribe sobre El centroforward murió al amanecer (1961, Mugica), notando cómo el costumbrismo deviene farsa (y exagerando al sostener que en ese momento “el pueblo” estaba proscripto), y la sólida Tiempo de revancha (1981, Aristarain), preguntándose si Federico Luppi no habrá sido nuestro Fonda (Henry, suponemos) y celebrando la fuerza de la alegoría en ese “momento bisagra”. Juan Pablo Susel se ocupa únicamente de la encantadora Soñar soñar (1976, Favio), observando, entre otras cosas, la ambigua sexualidad de la figura de Carlos Monzón en la película y el sugestivo uso de la frase Antes muerto que vencido iniciada la dictadura.
El periodista Gabriel Orqueda reflexiona sobre Los inundados (1962, Birri, subrayando la secuencia de un baile por lo que implica como catarsis), Invasión (1969, Santiago, pudiendo discutirse su opinión respecto a que los postulados estéticos del film no tienen antecedentes ni discípulos), y Habeas Corpus (1987, Acha, ciertamente “resplandeciente y única”). La comparación que hace Gustavo F. Gros de Prisioneros de una noche (1962, Kohon) con De caravana (2010, Ruiz) parece –más allá de lo temático– algo antojadiza, como también debatible el hecho de alabar que los personajes del film de Kohon “no se quejen”; apunta, por otra parte, datos interesantes sobre ciertos sitios en los que se filmó una secuencia de Los traidores (1971/72, Gleyzer) y deja pensando cuando habla del “placer” que supone haber traicionado.
Victoria Lencina da importancia a tres producciones poco respetadas: Operación Rosa Rosa (1974, Fleider), Insaciable (1976, Bo) y Susana quiere, el negro también (1987, de Grazia). Un error (tal vez de tipeo) es referirse al Ente de Calificación como de “Clasificación”, una opinión para la polémica es si debe agradecerse que el film de Bo no sea un melodrama y sí una parodia (¿por qué sería mejor una cosa que la otra?) y, respecto al film de Julio de Grazia con Alberto Olmedo, vale la aclaración que su subtítulo El que quiere celeste era, en realidad, el título original (que ansiedades comerciales impulsaron a cambiar) y que, entre las posibles referencias, además de Mujer bonita (1990, Marshall), podría haber mencionado Pigmalión. Acierta, en tanto, al destacar la fotografía (de Horacio Maira) y al dejar un acertado comentario como final de su texto (que es, además, el del libro).
En poco menos de doscientas páginas, mucho para leer, debatir y pensar el cine argentino, tan fecundo y con tanta historia, actualmente tan desprotegido.

Fernando G. Varea

Abordar la realidad jugando con ella

NO HAY OSOS
(2022, Khers nist/No bears; dir. Jafar Panahi)

Los cinéfilos que hayan vivido los años ’90 seguramente recordarán El espejo (1997), película iraní en la que la ficción en torno a una nena que se pierde al salir de la escuela se transforma, de pronto, en un documento del propio proceso de filmación. El director era Jafar Panahi, quien continuó demostrando admirablemente esa capacidad para manipular la realidad jugando con ella, sumando un dramático plus: desde 2010 tiene prohibido trabajar en su país, después de haber asistido al funeral de una estudiante asesinada durante las protestas electorales y luego intentar hacer una película relacionada con el tema. El desafío es mayor entonces, ya que se trata de filmar –y dar a conocer sus películas en el exterior– a pesar de la interdicción en Irán.
Su más reciente gesto de resistencia es este film en el que él mismo (como en Esto no es un film) aparece planteando sus dificultades, no contándolas directamente al espectador –ni siquiera apelando a una voz en off o a un texto sobreimpreso– sino creando, o buscando, una historia que permita combinarse con la suya. En este caso, dos historias, sobre parejas en crisis derivadas de la cultura y el contexto político que las envuelve: por un lado, una joven y un hombre algo mayor que ella que tratan de escapar a Turquía con pasaportes falsos, y a quienes Panahi filma dando indicaciones a la distancia, en medio de las dificultades que se le presentan por un precario servicio de internet en el pueblo donde se encuentra; por otro, un aldeano próximo a su boda con una chica enamorada de otro, cercados por las presiones de la comunidad y la sospecha de que unas fotografías, sacadas circunstancialmente por Panahi, puedan echar más leña al fuego.
A Panahi se lo ve siempre calmo, cordial con la gente (entrañables sus conversaciones con una mujer que le prepara la comida y lo considera casi un hijo) y cuidadoso acerca de cómo pueden interpretarse sus actitudes, pero mientras va resolviendo esos contratiempos desliza dilemas humanitarios, sociales e incluso cinematográficos. ¿Qué está recreado? ¿Qué ha sido tomado de la realidad tal como es? ¿Qué habrá sido repetido para lograr verismo? El espectador no lo sabe ya que esas dudas forman parte del engranaje, lúdico y dramático a la vez. Las reflexiones sobre el cine (cómo se hace, qué mostrar, cómo franquear los conflictos) afloran espontáneamente. Está el caso de dos hechos indudablemente trágicos expuestos de modo admirable, con la distancia o el respeto que merecen, y sin música extradiegética para subrayar emociones (asoma por ahí el recuerdo de la secuencia en la que un accidente es atisbado desde un automóvil en movimiento en La mujer sin cabeza), pero hay varias de esas perlas.
Por momentos, el guionista-director parece meterse involuntariamente en situaciones resbaladizas, como provocando ciertas reacciones, aunque nunca bajando línea. El título de la película, por ejemplo, alude a ciertos miedos y supersticiones que condicionan la vida de esas personas, pero no las juzga. Solo deja esa frase para que quede resonando.
Para los espectadores de este lado del mundo, puede resultar curioso que alguien fotografíe libremente a niños desconocidos sin autorización previa de los adultos (el problema de esas fotos será otro), así como atractivo el fugaz registro de una ceremonia atávica (el lavado de pies de una pareja de novios en un arroyo, mientras hombres y mujeres acompañan con música). La propuesta, sin embargo, es seca, en buena medida desesperanzada, aunque fascinante en términos narrativos y como representación de la ardua vida en ese rincón del mundo. Ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia el año pasado –el mismo año en que había competido Argentina 1985–, es una nueva hazaña de Panahi después de la notable Tres rostros (2018), la última película suya que se había estrenado entre nosotros, algo olvidada.
En julio de 2023 fue apresado y, tras una huelga de hambre, hace dos meses las autoridades lo liberaron. Su lucha sigue y su provechoso cine –esperemos– también.

Fernando G. Varea

Flores del mal

ZONA DE INTERÉS
(2023, The zone of interest; dir. Jonathan Glazer)

Existen varios estudios sobre la importancia del fuera de campo en el cine, incluso sobre el estremecimiento que genera, en películas de terror y suspenso, el hecho de dejar afuera del campo visual al monstruo o al asesino. Es uno de los artilugios mayores del arte cinematográfico, que permite sumergirnos anímicamente en una situación solo por lo que escuchamos o intuimos.
Zona de interés se vale de este recurso de manera admirable. Su objetivo es exponer la indiferencia de seres humanos ante circunstancias horrorosas que ocurren a su lado, y lo hace a través de una familia alemana (integrada por un comandante nazi, su mujer y sus cinco hijos) que, en los años ’40, se instala en una confortable casa rodeada de jardines lindante a los centros de exterminio de Aschwitz.
Esa idea de un grupo humano insensible ante el dolor de personas que se encuentran cerca suyo puede expresarse de diferentes maneras; la elegida por Jonathan Glazer es original y, al mismo tiempo, dramáticamente poderosa, además de representar un desafío en términos plásticos. Inspirada en una novela homónima de Martin Amis, al casi no salirse de esa casa rebosante de flores, con piscina, cómodas habitaciones y una pulcritud de la que varias mucamas se hacen cargo –gélida belleza registrada mediante rigurosos encuadres, calculados planos generales y nunca primeros planos de los actores–, el director británico genera un efecto contrario al que podría suponerse: a medida que se van confirmando las sospechas de lo que ocurre en los alrededores de la amplia vivienda, ese mundo cotidiano confortable y perfecto empieza a provocar incomodidad y rechazo.
Puede discutirse si cubrir la pantalla de negro o de rojo durante varios segundos, en determinados momentos, contribuye a esa sensación. En cambio, una decisión brillante, nada demagógica, es sembrar la atmósfera de sonidos ocasionalmente reconocibles (disparos, gritos de desesperación) y muchas veces extraños o pesadillescos, sin agregar a la banda sonora temas musicales de la época o un leit motiv emotivo.
Quien vea preciosismo en la meticulosa planificación del film (son notables los trabajos de dirección de arte, diseño de producción y fotografía) debería tener en cuenta la fría, mortuoria obsesión por el orden del régimen nazi. Puede surgir también la duda acerca de si resulta pertinente que las víctimas no se muestren, pero aquí (a diferencia de La vida es bella, por ejemplo, donde los muertos aparecían apenas en un dibujo) sonidos, detalles y una que otra conversación confirman que están, o estuvieron, sufriendo y muriendo allí nomás. Uno de los momentos más escalofriantes sucede durante un plácido baño en un río; otro, cuando el pequeño hijo de la familia escucha (y se resiste a ver) el castigo a una persona tras la ventana, incorporando el hecho a sus juegos imaginarios. En otra escena la dueña de casa (Sandra Hüller, la excelente protagonista de Anatomía de una caída, aquí en un personaje mucho más contenido aunque en una escena estalla su furia) recibe la visita de su madre, quien, mientras recorre la casa, comenta “Qué habrán hecho esos bolcheviques, esos judíos”, tal como hoy una señora podría justificar la muerte de personas que no le simpatizan desde el interior de un country, sin inmutarse demasiado.
En Zona de interés la violencia y la hipocresía están todo el tiempo latentes. Los cuentos infantiles representados con imágenes en negativo, que en algún momento empiezan a confundirse con la vida real de los personajes, así como una suerte de salto en el tiempo o premonición en el tramo final, agregan inquietud. Como corresponde a esta historia, en la que la monstruosidad está afuera de la casa y también adentro de los personajes que la habitan.

Fernando G. Varea

Las que quedan

Algunos hablan de “temporada de premios”, ya que en pocas semanas se suceden varios (Globos de Oro, Oscar, Goya, Bafta, César y otros), pero lo cierto es que –aun en medio del calor veraniego y los topetazos de nuestro presidente anarcolibertario de extrema derecha (como bien suelen definirlo medios extranjeros, mientras periodistas y dirigentes locales se esfuerzan en suavizar sus rasgos)– los cinéfilos argentinos notamos cómo los nombres de ciertas películas se repiten en charlas, redes sociales y medios de comunicación, condicionándonos a pensar que se trata de las más importantes, al haber sido reconocidas por voces autorizadas de países del Norte. Finalizadas esas contiendas, sin embargo, pocas son las que perduran en la memoria de los espectadores más atentos y sensibles. Es que, así como algunas producciones cinematográficas consiguen generar gran repercusión en un lapso corto de tiempo, otras trascienden ese éxito pasajero gracias a su valor cinematográfico y singularidad.
* Un ejemplo de lo primero suelen ser las ficciones basadas en hechos históricos, que siempre existieron pero desde hace unos años son casi patrón a seguir. La preparación de las mismas implica, como es sabido, enfrentar ciertos desafíos: lograr que los actores se parezcan a las personas retratadas, con ayuda de maquilladores y vestuaristas (evitando el riesgo de insinuar una fiesta de disfraces revestida de solemnidad); resumir en poco tiempo hechos importantes de una vida; procurar una reconstrucción de época verosímil. Para conseguir todo ello se aligeran complejidades, como lo demuestra Oppenheimer (Christopher Nolan), en la que ciencia, política internacional y dilemas humanitarios se simplifican en una especie de telenovela de lujo, con un Cillian Murphy de voz metálica encarnando al físico teórico J. Robert Oppenheimer medianamente arrepentido, no por una lista como la que había llevado a sentirse culpable a un tal Schindler sino por el uso que se le dio a la bomba atómica que creó. Una biopic tan ambiciosa como Napoleón (Ridley Scott), producto demasiado confiado en la elección para el protagónico de Joaquin Phoenix (actor que sabe imprimirle un tono extraño y explosivo a sus trabajos, a veces cediendo con ganas a la sobreactuación) y en la fría brillantez habitual de Scott. También de tres horas, difícilmente funcione con criterio didáctico (un crítico estadounidense la comparó con una entrada de Wikipedia muy larga) y tampoco impresiona como film bélico; apenas entrega algunos destellos derivados de su pulida terminación y tímidas emociones al adentrarse en la decadencia de sus personajes. Si el Napoleón (1927) de Abel Gance tiene su lugar en la historia grande del cine es por motivos legítimos, de la misma manera que el acercamiento de Hiroshima mon amour (1959, Alain Resnais) al clima de posguerra y las consecuencias de la bomba sigue siendo mucho más humano, lírico y rico en matices que el distante drama escrito y dirigido por Nolan.
* Distinto es el caso de Los asesinos de la luna (Martin Scorsese), que, como decíamos acá, cumple eficazmente su cometido de contar una historia que va cautivando lentamente al espectador mientras esboza una crítica al racismo y la avidez capitalista que rodean hechos históricos de EEUU. Es para discutir si podemos disculparle al maestro Scorsese algunos rígidos planos-contraplanos, momentos de violencia resueltos de modo rutinario y recreaciones supuestamente documentales (en blanco y negro) poco convincentes, pero su largometraje trae ecos del buen cine clásico y consigue que los sucesos verídicos que recrea perduren en la memoria del espectador.
* Maestro, por su parte, aunque no se priva de recurrir a capas de maquillaje y despliegue de muebles antiguos, seduce recordando a Leonard Bernstein, un artista sin rasgos heroicos, vinculado a la música y al cine. El entusiasmo de Bradley Cooper (también coguionista y director) y Carey Mulligan, la química entre ambos, la vitalidad general de la película, permiten que se diferencie de otras similares, lamentablemente dejando paso a las lágrimas de manera bastante elemental en su último tramo. Por otros motivos sobresale, a su vez, La sociedad de la nieve (Juan Antonio Bayona); no tanto por su realismo sin sutilezas, sino por centrarse en los trazos de intrepidez de un grupo y no en una historia individual. Bien podría compararse la empatía que generan estos jóvenes sudamericanos, deportistas y solidarios, con la que despertó la Selección Argentina durante el Mundial de Fútbol hace poco más de un año atrás. En algun punto recuerda también a Argentina 1985 (Santiago Mitre), contando con eficacia narrativa sucesos históricos extraordinarios, ignorados por espectadores de distintas partes del mundo.
* Barbie (Greta Gerwig) y Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos) coinciden al abordar el empoderamiento femenino, no abriendo la posibilidad de un debate serio en torno a la dificultad de las mujeres para conseguir o ejercer derechos sino a través de una especie de fábula, acicalada con un diseño abrumador. Claro que la primera tiene el colorido y las canciones pegadizas propias de un programa de TV para chicos y la otra una atmósfera enrarecida, ocasionalmente mortuoria, cruzada por provocaciones varias, pero en ambas hay muchachas que logran liberarse de su destino como objeto decorativo o de sometimiento a un hombre. Si la simpleza del relato de Barbie puede comprenderse, teniendo en cuenta el público infanto-adolescente para el que fue pensada, la puerilidad de Pobres criaturas se disimula con una gran sofisticación visual. El hecho que la protagonista (llamada ingenuamente Bella), al ir descubriendo el mundo adulto sin los prejuicios de una educación que no tuvo, defienda alegremente la prostitución como medio de trabajo o simpatice con las ideas socialistas de una compañera (lo cual no llega a provocar una revuelta social ni mucho menos), y que la trama incluya situaciones y personajes deliberadamente elegidos para dejar claro que se trata de una película open mind, habla de un planteo cándido, como contagiado de la inmadurez del personaje. Esto no implica restarle valor a la energía de Emma Stone y a la voluntariosa labor de los responsables de la fotografía, el vestuario y la dirección artística. Hay que reconocer, además, que con ellas Gerwig (Lady Bird, Mujercitas) y Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado, La favorita) no se traicionan demasiado.
* Las historias de Anatomía de una caída (Justine Triet) y Secretos  de un escándalo (May December, Todd Haynes) se nutren de preguntas inquietantes: ¿dónde está la verdad? ¿cuánto puede reparar la Justicia los daños provocados por un posible delito? ¿cuánto mentimos? ¿cuánto decidimos decir de lo que sabemos o de lo que pensamos? ¿cuánto interviene el morbo al adentrarnos en la vida de víctimas y victimarios de un crimen o una violación? Un juicio por una muerte dudosa, en el primer caso, y la problemática relación de una mujer adulta con un preadolescente que terminó siendo su marido, en el otro: desarrollando esos asuntos, consiguen introducirnos en un juego de suspicacias, cambios de puntos de vista y sospechas en torno a la posición moral de distintos personajes. Anatomía de una caída compensa su realización despareja, en la que se combinan momentos dramáticos muy bien resueltos con otros cuestionables o que se advierten descuidados, con un valioso trabajo interpretativo de Sandra Hüller, en tanto Secretos de un escándalo resulta incitante y misteriosa hasta que empieza a acumular percances, diálogos y sinuosidades de telenovela (tal vez con intención satírica). La devoción de Haynes por la imagen sensual o melodramática de sus criaturas femeninas supo capitalizarse mejor en anteriores películas.
* Una especie de sorpresa significó Vidas pasadas (ópera prima de Celine Song, joven directora coreano-canadiense), que empezó a complacer a jurados y miembros de academias de cine sin que hubiera razones puntuales para que eso ocurriera. Una niña y su amigo reencontrándose siendo adultos –después de algunos intercambios vía facebook– dan paso a consideraciones diversas, más sugeridas que declamadas, sobre el paso del tiempo y las elecciones personales. Civilizada y serenamente, ambos comparten paseos por Nueva York y cruzan palabras sentidas y miradas esquivas, hilos de una trama leve, en la que se evitan las estridencias y no se fuerza situación alguna. Los intérpretes, básicamente tres (a Greta Lee y Yoo Teo se suma John Magaro, uno de los protagonistas de First Cow, como marido de la chica), son fotogénicos, buenazos, encantadores: es un placer verlos y seguir sus pasos, así como sentirse acogidos por los ambientes bellamente melancólicos por los que deambulan, que la cámara recorre parsimoniosamente. La idea de Song de tomar como punto de partida las preguntas que generan en un bar esos personajes (reencontrando la misma escena más tarde, con los interrogantes ya resueltos), o algun leve corrimiento de la recorrida casi turística por la ciudad estadounidense (hay alguien que vive allí y afirma no haber visitado nunca la Estatua de la Libertad) y de las fórmulas del cine romántico más convencional, son virtudes dentro de un film ganado por la prolija seducción de sus locaciones siempre confortables, sus amaneceres de postal, sus planos calculadamente bonitos.
* Se le parece, en cierta medida, Todos somos extraños, que, aunque no obtuvo nominaciones al Oscar, compitió por otros premios y también procura plasmar la fragilidad de los sentimientos y las dificultades para afrontar el dolor (por la pérdida de la infancia, de las ilusiones o de seres queridos) con sensibilidad y un look lustroso. En el caso de este film británico dirigido por Andrew Haigh, la melancolía se combina con cierto desvarío y la posibilidad de que los personajes que rodean al protagonista existan solo en sus deseos, sus sueños o sus recuerdos. Producto curioso, en el que el regodeo con cierta estética cool y tópicos de un cine indie con jóvenes sin apremios económicos se balancea, por un lado, con las convincentes actuaciones del expresivo Andrew Scott, Paul Mescal (Aftersun), Claire Foy (Ellas hablan) y Jamie Bell (aquel pìbe de Billy Elliot, que bien podría conversar sobre los prejuicios machistas con el atormentado Scott si se tratara del mismo personaje ya adulto), y, por otro, con una fisicidad (abrazos, caricias, besos, rodeos eróticos) que insufla calidez a las imágenes empalagosamente envolventes, cercanas al lenguaje publicitario.
* Finalmente, en el conjunto de premiadas y premiables se destacan Días perfectos (Win Wenders) y Los que se quedan (The holdovers, Alexander Payne) por ser dos pequeñas grandes películas (habría que agregar Zona de interés y El niño y la garza; debajo están los links con lo que escribí sobre ellas). Payne nos tiene acostumbrados a historias agridulces y personajes grises, pero en esta ocasión hace que tres seres más o menos solitarios (un profesor, un alumno de quinto año y una mucama forzados a permanecer unos días dentro de un internado secundario, interpretados  respectivamente por Paul Giamatti, Dominic Sessa y una excelente Da’Vine Joy Randolph) sean ejes de un entrañable universo cotidiano, en 1970, en el que tienen cabida comidas, libros, juegos de mesa y alguna película tanto como reproches, discusiones, acercamientos afectuosos y gestos fraternales. Un film que responde a determinadas fórmulas sin bastardearlas innecesariamente, creando con acierto la atmósfera de una época y exhibiendo de manera sencilla la importancia del entendimiento entre seres humanos. Asimismo, el alemán Wenders retoma el aliento de sus años más inspirados (los ´70 y ’80, cuando dirigió Alicia en las ciudades, El estado de las cosas, París, Texas y otras) contando el día a día de un parco limpiador de baños en Tokio, quien disfruta de pequeños placeres (cuidar sus plantas, escuchar música, comer en un bar al paso o en el banco de una plaza mientras se mecen las copas de los árboles) antes o después de su trabajo, que cumple con escrupulosidad y sin quejas. El hombre en cuestión (Koji Yakusho) tiene un pasado y una familia de los que tal vez se rebeló o de los que tomó distancia, por motivos que Wenders, atinadamente, resguarda. Film en el que las miradas y las manos expresan mucho más que los diálogos, en el que se trabaja y se sueña, con detalles que van ganándose al espectador, como el cariño del informal compañero de trabajo hacia un chico con retraso madurativo o esa especie de juego que el protagonista emprende con alguien que usa uno de los baños, sin conocerlo. Algunos aditamentos adornan un poco la película (canciones de Lou Reed y Nina Simone, el uso de antiguos casetes para escuchar música o de una cámara analógica para sacar fotos) sin desviar su nobleza, su sensibilidad, su capacidad para encontrar pudorosamente belleza en medio de una enorme ciudad y de las rutinas de alguien que aprendió a convivir consigo mismo.

Por Fernando G. Varea
Crítica de ZONA DE INTERÉS AQUÍ y de EL NIÑO Y LA GARZA AQUÍ

Soñar, soñar

EL NIÑO Y LA GARZA
(2023, Kimitachi wa dô ikiru ka; dir. Hayao Miyazaki)

Antes de comenzar la película en la sala de cine de Rosario a la que fui a ver El niño y la garza, proyectaron trailers de tres películas animadas próximas a estrenarse. Parecían deliberadamente elegidas para mostrar cuán distinto sería lo que veríamos a continuación.
Mahito, un pibe siempre serio y decidido, se resiste a acostumbrarse a una nueva vida tras la muerte de su madre en la Segunda Guerra Mundial (por un bombardeo similar a los que se producen actualmente en la Franja de Gaza), hasta que una garza no tan amigable como pareciera le habla, asegurándole que su madre sigue viva. Entonces se escapa para ingresar a una torre abandonada, intentando dilucidar el misterio y convirtiendo su vida en una sucesión de eventos pesadillescos o simpáticos, siempre cautivantes, regidos por lo que parece ser la lógica de su imaginación, sus deseos, temores, recuerdos y premoniciones.
A propósito de la escasa información que rodeó la realización de este film –probablemente el último del octogenario Miyazaki, que aquí compartió por primera vez la responsabilidad del corte final con colaboradores jóvenes–, el productor Suzuki Toshio recordó cuando, años atrás, nos gustaba imaginar cómo era una película solo a través de su título y su poster. Miyazaki, a su vez, tenía otras razones para ser tan sigiloso: la costumbre que fue llevando a que conozcamos la trama de una película antes de verla. El maestro japonés pretendía que el espectador se sorprendiera viéndola, y vaya si lo ha conseguido.
Versión libre (qué bien le va esta palabra al estilo de Miyazaki) de una antigua novela llamada ¿Cómo vivís?, El niño y la garza es tan disfrutable como imprevisible. No tendría mucho sentido describir sus hallazgos narrativos y visuales, apenas valga señalar la belleza de la naturaleza que irrumpe de un momento a otro (la luna en una noche frente al mar, el oleaje que un joven corsario sabe domar, los bosques frondosos), el encanto de algunos ambientes acogedores (siempre con alguien dispuesto a servir una taza de té o una sopa reparadora), el sentido lúdico de pasadizos, puentes y ventanas, los animales a veces graciosos y otras amenazantes (desde la propia garza, dentada y mutante, hasta loritos que no dejan de hacer caca en medio del desborde fantástico, o invenciones como una suerte de emoticones hambrientos que llaman warawaras).
A diferencia de tanta película animada destinada a los niños, aquí no hay ternurismo ni estereotipos demagógicos: las ancianas que protegen a Mahito y a su tía-madrastra no tienen el aspecto esperable para seres tan  queribles, así como los encuentros y desencuentros con distintos personajes nunca culminan en sensiblerías. No faltan momentos ligeramente sangrientos, como cuando Mahito es impulsado a destripar un gigantesco pez. El dolor por la muerte de un ser querido o por el rechazo que sufre en una nueva escuela son parte de los desafíos.
Expertos en Miyazaki encontrarán en estas nuevas criaturas rasgos de la princesa Mononoke, de Chihiro, de Ponyo o de Totoro. Es lo de menos. Conocedores o no de las producciones previas del inquieto cineasta, ilustrador y productor, los espectadores seguramente encontrarán en las dos horas de El niño y la garza motivos de sobra para redescubrir la magia del cine, esa expresión que, en este caso, no es un lugar común sino que se hace palpable. «Es distinto a mi mundo y a la vez tiene cosas parecidas», piensa en voz alta Mahito ante lo que lo rodea, en determinado momento. Acompañarlo en esos descubrimientos, a lo largo de su travesía, resulta una excitante aventura.

Por Fernando G. Varea